Es justo ahí, en ese momento que expira, en el recoveco de las milésimas que más bien pronto dejará de suceder, cuando repasas mentalmente la vida. Estoy entubada. No tengo ningún tipo de miedo, aún me sigue quedando ese “poquitín” para estar bien, pero confío en que al principio o al final de la resolución de la sentencia, de mi sentencia, terminará completándose. Siento anises que me caen de la cabeza. Es una sensación bastante extraña, pero no única. Escuché decir a mi abuela que eso también le sucedía a nosequién de nosedónde. Son anises con demasiado sabor, tanto que casi ni lo asimilo.
Me centro en una chica muy guapa y atractiva que habla con un chico de su misma especie. Ella le mira perdida de amor, en él, por supuesto, se ve sexo a raudales. Creo incluso ver cierto bulto en la zona X de su cuerpo. Yo aquí, a punto de entrar en ese túnel y con pensamientos impuros… No cambiaré. Si tuviera un mínimo de fuerzas incluso podría sentir el cosquilleo del placer. Pero simplemente noto frío y calor acumulados en la cúspide de mis entrañas, ahí, contrastándose de vez en cuando y haciéndome perder el norte.
Mi madre ya me había comprado el vestido con tutú que yo quería para la graduación. Está en el armario “del lao de allá” como solía llamarlo. Sospeché en algún momento que algo raro, diferente, vivía dentro de mi, pero tampoco quise preocuparme. Yo estudiaba y aprobaba con buenas notas, yo reía, presumía, comía y dejaba de comer, cantaba, insistía en ponerme morena para el gran día. Quedan solo 20 días para ese gran evento. El acontecimiento por el que pasan miles de alumnos al año pero que para mi era exclusivo, pues por primera vez en la vida me iba a sentir alguien muy importante. Desde bien pequeña había soñado con ese día. No sabía si como médica, filósofa o empresaria, pero algo. En 20 días sería periodista. Una periodista sin ningún tipo de importancia. Sencilla, trabajadora, eficaz… Jamás iba a destacar, no tengo ni buena mano, ni buena voz ni imagen segura, pero podría ayudar, supongo, a mejorar cualquier parte de la vida carente de cariño. Ahora el vestido rosa pálido que tanto nos costó encontrar yace allí, en el armario de madera amarillenta. Supongo que allí quedará, y quién sabe si algún día será objeto de exposición junto con mi habitación entera, como las casas de los años 60 que vi con mis compañeros de carrera en nuestro viaje a Estocolmo hace unos meses, y que pasamos a denominar “de la época”, aplicando el término posteriormente a todo:
-¡Mira qué bolso tan chuli me he comprado!
-Claro, ¡es un bolso de la época!
Pero pensándolo bien, ahora también estoy siendo importante. Siempre me ha parecido curioso observar cómo en estos momentos en los que estás a punto de quedarte de verdad solo, de despedirte para siempre de todo el mundo, eres importante. Es una importancia si no perfecta, sí algo muy parecido. Todos te miran, da igual con qué cara. Mi madre siempre viene feliz a hablarme, me cuenta historias de lo que pasa ahí fuera con el tono de siempre para no preocuparme. Tampoco me iba a preocupar, ya no tengo pánico, pues lo peor ya lo he pasado. Ahora solo queda esperar.
Mil preguntas se me pasan por la cabeza. ¿En qué me reencarnaré? Siempre me ha apetecido ser un pájaro, tal vez por esa libertad implícita que conlleva volar. Volar. Uno siempre quiere volar, muy alto, alzar el vuelo y llegar a ser grande en la vida. Pero muy pocos deseamos volar de forma literal, cogiendo carrerilla y lanzándote al vacío sin temor a caer, pues tienes en los pies dos pequeñas naves espaciales que arrancar de ti la fuerza y la energía suficientes para traspasar mil mundos completos.
Ahora sí que sí, viene la enfermera borde, esa de los ojos saltones, de sapo, con su jeringa a medio rellenar. ¿Por qué? ¿Tienen miedo de pasarse con la dosis? Ya viene a dormirme. Pues hoy me voy a resistir, aún no ha venido a verme él, y no pienso trasladarme al mundo de los sueños sin verle. Él, mi novio, la persona que más me ha querido en la vida y supongo que lo seguirá haciendo si me paso al otro barrio.
Ya siento el vino blanco correr por la vena verde. Creo que están teniendo problemas, se están acelerando un poco. La mujer esta, insoportable, se va corriendo, a mi, se me va a salir el corazón del pecho. Ya llegó él, míralo, está perfecto. Qué pocas veces se lo he dicho y qué de veces le he acusado de mirar culos que no eran el mío… Tengo que pedirle perdón antes de irme, pero, ¿cómo? ¡Si no puedo hablar! Me pongo más nerviosa aún. Viene un médico, por cumplir, pues todos están concienciados de que “no hay nada que hacer”, siento cómo se me van cerrando los párpados, pero no significa que me esté muriendo, solo cierro los ojos para recordar su olor, su sonrisa, y todas esas cosas cursis, sí, soy muy cursi. Me esfuerzo de nuevo en hablar. Toso. El médico me mira asombrado. Abro los ojos con tanta fuerza que casi mato a todos los allí presentes con la mirada. El médico se acerca, mira hacia donde miran mis ojos y ve que es hacia él.
-Chico, me temo que tu amor le hace bien.
Es justo la frase que encaja. “Tu amor me hace bien”. Tu amor me revive, me altera, me asusta. No moriré jamás, y si he de hacerlo, que sea por ti, no por este cáncer. Muero por un beso y él lo entiende. Viene, me lo da, y soy tan feliz que se me quitan las ganas de cualquier otra cosa. Me olvido de luchar. Decaigo un poco y él lo nota. Se aparta de mi y yo hago el amago de querer atraparlo. “No puedo”, leo en sus ojos. Al final le da igual, vuelve a mi, se tumba a mi lado en el poco espacio que queda y duerme conmigo. Me toca el pelo, me hace cosquillas en el brazo como cuando dormíamos juntos en mi piso alquilado de Madrid. Así ya no hay dolor. No ha llegado mi hora todavía pero me siento totalmente en el paraíso. Si no cuento los segundos que quedan para mi muerte es por él. Si no miro con extrañeza todo lo que ha cambiado en un solo mes, es por él. Si no actúo como si no entendiera nada, es porque él me mantiene viva. ¡Señores expertos de la medicina del mundo! Tengo la cura del cáncer. Ojalá se sintieran esto los políticos, los piratas, los maltratadores, los terroristas, los matasueños…Ojalá fueran felices, como yo, aunque solo fuera un instante.