Entonces comprendo que para enfrentarme a los días tengo que vestir mi capa blanca, tupida. A veces siento que no existo y, sinceramente, es la sensación más perfecta y envidiable de todas. La ganadora del premio a la mejor transmisión de placer. La dama perversa que arranca de uno la lujuria y la hace añicos verdes. Sí, del mismo color de ese vidrio que yo vi al nacer y por el que creí llegar al mundo dormida.
Los sueños que provoca esto son eternos. Casi como si estuviera muerta, como un cinismo conmigo misma que irradia temor y me hacer creérmelo y ver túneles y sospechar vivir en paralelo al resto. Es como una uña clavada hasta el esternón. Como una mano que se adentra por entre las costillas y alcanza el corazón ya sin pulso. Es el material viscoso turquesa. Todo mi cuerpo es turquesa. Los ojos de la matrona, de las vírgenes, de los gatos. Los trozos de arco iris que aún quedan en mi regazo, stock de la infancia.
Creo haber nacido dormida. Creo haber vivido sonámbula. Creo haberme adentrado en la confusión entre ficción y realidad. El fracaso es lo más parecido a un sueño.