Torció el rumbo y claro, no le importó. El amor cubre cada agujero de la vida. Lo demás se queda en escorzo. Al mirar fijamente un día su sonrisa, no fue la misma: ahogaba suspiros intermitentes cuando yo no me daba cuenta.
Pero aún así siguió siendo igual por mucho tiempo. La imperfección era ilícita. Nada había que no hubiera aprendido o que tiempo ha no hubiera soñado.
Y luego, por supuesto, la desorientación. Títeres espectaculares y el show a punto de empezar.
Y yo sin aprender, sin dejarme enseñar. Mi inmadurez no me permite alzar ni un mini tono la voz. No puedo reclamar algo que no es mío ni de nadie cuando ni siquiera puedo reclamar mi dignidad.
Se perdió todo de aquello. Un momento cruel sustituye a tiempos de pereza compartida y de risas quinceañeras. Ya nada es lo que era. Ni somos lo que fuimos.
Veamos los niveles y ahí se encuentra la respuesta.
Incultura, maldita incultura...
Debo ser un rayo de impertinencia a la par de la poseedora de los retrasos mentales de la gente.