Terror en la luz.

El cielo es infinito para el pájaro entre rejas.

martes, 3 de mayo de 2011

Delirios...

No sé si nací dormida. Cuando abrí los ojos un tumulto de vidrio me acaparó los ojos y jamás volví a ver con nitidez. Ya en aquel momento fui víctima de injurias, de falacias perdidas en medio de ese mar rotundo que es la vida. Luego pensé que jamás podría volver a quejarme de algo, pues todo estaba cortado en lonchas por el punzante resplandor del vidrio sobre la piel. Desgastado. Liso. Eso demuestra de mi ser transparente, con los ojos aguados y la lengua plastificada. Y el mundo se perdió sin yo poder verlo en su totalidad. Las consecuencias de todo aquello fueron obvias: todo el mayor sentido de la culpabilidad, fragmentos de dolor enroscados en el cordón umbilical y dosis de arrepentimiento perfectamente seccionadas por temas. El vidrio. Lo que puede provocar cualquier material distribuido de forma incorrecta.
Entonces comprendo que para enfrentarme a los días tengo que vestir mi capa blanca, tupida. A veces siento que no existo y, sinceramente, es la sensación más perfecta y envidiable de todas. La ganadora del premio a la mejor transmisión de placer. La dama perversa que arranca de uno la lujuria y la hace añicos verdes. Sí, del mismo color de ese vidrio que yo vi al nacer y por el que creí llegar al mundo dormida.
Los sueños que provoca esto son eternos. Casi como si estuviera muerta, como un cinismo conmigo misma que irradia temor y me hacer creérmelo y ver túneles y sospechar vivir en paralelo al resto. Es como una uña clavada hasta el esternón. Como una mano que se adentra por entre las costillas y alcanza el corazón ya sin pulso. Es el material viscoso turquesa. Todo mi cuerpo es turquesa. Los ojos de la matrona, de las vírgenes, de los gatos. Los trozos de arco iris que aún quedan en mi regazo, stock de la infancia.
Creo haber nacido dormida. Creo haber vivido sonámbula. Creo haberme adentrado en la confusión entre ficción y realidad. El fracaso es lo más parecido a un sueño.

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