Si la nada nunca es nada, siempre será algo. Y un algo,
nunca podrá ser nada de nada, aunque a veces puede ser nada a medias. Ahí se
esconde el peligro. Ahí y en las diferentes esencias de mi piel, que oscilan
entre una profunda demacre y una dulce agonía, dependiendo de dónde me encuentre
en cada momento. Pero es mi piel, al fin y al cabo. Son pequeños detalles
incontrolables, que jamás podrán cambiarse, pues todo está premeditado y
milimétricamente gestionado. Igual, exactamente lo mismo que el hecho de que tú
seas tú y no yo y de que tú seas quien eres por quienes te han creado. Que si
uno solo de tus creadores no hubiera sido, tú no serías tú y serías otro
completamente diferente. Eso es así.
Tienes un trabajo, unos hijos, unas escamas invisibles.
Tienes una casa, plantas pinos cada día, retrocedes en el tiempo y te anticipas
en cualquier obra de caridad para ser Dios. Porque crees que Dios está en el
hombre o porque dudas de si Dios vendrá a buscarte y a hacerte su cómplice,
cual Jesucristo. Debe ser agotador eso del cálculo diario para conseguir, un
día ser un ser omnipotente.
Pero todos vivimos al límite. Lo que importa, al fin y al
cabo, es alcanzar tus objetivos. Derivamos en máquinas jamás perfectas.
Intentamos por todos los medios ser cada día un poco más increíbles. “No me
hablen de locura, por favor”. El caos es, para ti, el mayor pecado de la
humanidad. Todo ello por el simple hecho de temer un futuro incierto. Por tener
miedo a todo aquello que se te escapa de las manos o se coloca más allá de tu ángulo
de visión. Es un lío. Pero un lío que cada día te hace ser más repulsivo, pues
aparcas y vendes al olvido la palabra amor.
Déjate querer. Algunas personas somos de verdad.
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